La tor des géants no la puedes entender hasta que no la pruebas
Franco Collé relata su historia
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Franco Collè, nacido en el Valle d'Aosta, está realmente enamorado de la Tor des Géants, la ultra trail más dura del mundo con 330 kilómetros y 24 000 metros positivos. Es una carrera anual que se disputa a mediados de septiembre por los senderos Alte Vie 1 y 2 del Valle d'Aosta. Franco descubre esta carrera en el año 2012 y, desde entonces, no consigue prescindir de ella. Se ha subido a lo más alto del podio en tres ocasiones y la plusmarca es suya: 66 h 43 m 57 s.
CAPÍTULO 1
La Tor des Géants es siempre una elección difícil. Cada año digo que es la última vez y luego, con el tiempo, vuelvo a pensar en la carrera. Me afloran emociones, momentos, recuerdos... y, al final, ¡me rindo!
Esta carrera no se prepara en el último momento. Requiere un trabajo constante que consigo con competición tras competición, carrera tras carrera. Entonces, empiezo a sentir aire de Tor. Dejo a un lado todo lo demás y me concentro solo en esos 330 kilómetros. Desde mediados de agosto hasta la semana anterior a la carrera, me entreno desde la mañana hasta la noche, en solitario, en los senderos de los gigantes. Me encuentro con amigos y fanes, vivo los pueblos, descubro los refugios. Disfruto del viaje, de los paisajes y de la gente. Son los 15 días más bonitos del año... y, entonces, caigo en un estado de concentración que me aísla de todo y de todos. La semana previa a la carrera es una secuencia de rituales ya habituales. Preparo el material, hago caminatas cortas, me alejo del estrés, cuido mucho mi alimentación y planifico mi carrera con quienes me estarán apoyando.
Cuando llego a Courmayeur para recoger la bolsa del corredor, mi cabeza está a punto de explotar. Camino entre la multitud, escuchando los gritos confusos que llenan y dominan cada pensamiento. ¡Había dicho basta! ¿Qué estoy haciendo aquí?
Camiseta, pantalón corto, zapatillas… ¿habré olvidado algo? Quiero disfrutar de la última cena y necesito descansar, pero tengo muchas ganas de ponerme el dorsal. La aventura que me espera es de gran magnitud. Todo mi material ya está preparado encima del sofá. Lo reviso por última vez: la mochila, los frontales, las baterías de repuesto, las prendas para poder cambiarme, las zapatillas numeradas en el orden preestablecido y la ropa que usaré durante tres días. Mientras tanto, mi teléfono vibra sin descanso. Está repleto de mensajes.
Al amanecer, ya estoy levantado. Llegó el gran día. Llamo a mi mamá. Como siempre, es una llamada difícil. «Si no me encuentro bien, me paro», le digo. Sé que la encontraré en algún lugar del recorrido, mirándome con los ojos llorosos por la emoción. La voz tiembla mientras se acaba la llamada, y el «te quiero» susurrado es un silbido tan leve que casi se pierde en la atmósfera.
«¡Ya está, esto es todo, haremos lo mejor que podamos!». Estas simples palabras con mi hermana pequeña son suficientes. Ambos sabemos lo que nos espera. Ella está en el equipo, participa en las bases de vida. Ella está siempre conmigo, en cada paso.
Mientras tanto, Giudy, mi novia, me prepara un desayuno copioso antes de acompañarme a la salida. Un viaje en silencio durante el cual trato de dormir algunos minutos más, pero mi cabeza parece explotar. Es imposible mantener la calma. En tres días se resume todo un año de trabajo, de sesiones de entrenamiento, de esfuerzo y de tiempo robado a los seres queridos.
Quando escucho que la voz de Silvano Gadin ahoga todos los otros sonidos, se me pone la piel de gallina. ¡Aquí estoy, una vez más! 10, 9, 8, 7, 6, 5… mi respiración se acelera… 4, 3, 2, 1. Todo termina y todo comienza. La mente se vacía, cada pensamiento se vuelve superfluo. La multitud me acompaña por las calles de Courmayeur con sus gritos de aliento. Es el escenario perfecto para este momento. La fatiga se olvida y deja paso al placer. Es el momento de la carrera.
El primer día es así, conociendo fanes constantemente. Están dispersos a lo largo del recorrido, en los pasos principales, en los refugios y a lo largo de los senderos. Es un ambiente de fiesta que se vive con alegría, mientras compartimos el entusiasmo con los que serán nuestros adversarios en los días venideros. Hablamos, bromeamos, nos comparamos y nos estudiamos. La primera noche aún no ha llegado, pero el viaje ya ha comenzado.
CAPÍTULO 2
En la oscuridad de la noche, cae el silencio en el sendero. Los aficionados se van a dormir, pero nosotros no. Nuestras piernas han recorrido casi 100 kilómetros y el cansancio se apodera de nosotros. Aquí empiezas a entender lo que significa la Tor, empiezas a comprender la motivación necesaria para seguir adelante cuando no hay nadie en el camino que te estimule, que te de fuerzas. Tienes que mirar dentro de ti, recordar que te quieres divertir… darlo todo. No han llegado todavía los pasos de Loson y Entrelor y, además, está él, el corredor suizo Jonas Russi que es implacable.
Subo el ritmo y él siempre está ahí. Corremos solos, hablamos poco y nos estudiamos. Nuestros frontales iluminan la noche. Mientras avanzo, pienso en el 2020 cuando llegamos juntos a la meta de la Swisspeak. Con un poco de egoísmo, pienso que no quiero el mismo resultado, este es mi valle, estos son mis senderos. Mis fanes quieren guerra, yo también quiero dar guerra. Los más apasionados no se han ido a dormir, están todavía a lo largo del sendero. Nos están esperando en los refugios y en los pueblos. Nos alientan, algunos estudian nuestros pasos para saber quién está más en forma. Ambos estamos bien. En realidad, ¡Jonas se siente mejor! En las subidas él va más fuerte, en cambio, en las bajadas yo voy mejor y puedo recuperar tiempo. Es una lucha por igual.
En el Col Entrelor, acepto el té caliente que me ofrecen los agentes forestales y luego empiezo a descenderr, pero algo extraño me pasa. De repente, me encuentro en el suelo, confundido. Vomito el té y observo como Jonas se aleja y desaparece de mi vista. Intento ponerme de pie y, sin desanimarme, sigo mi carrera. Llego al punto de avituallamiento de Valsavarenche cuando Jonas está a punto de irse. Parece descansado. Yo estoy tambaleándome y pálido. Mi mirada está perdida. Todos entienden, de inmediato, que algo va mal. Intento comer, pero vomito de nuevo. No tengo fuerzas, pero intento seguir. Mis fanes me miran, aprensivos e impotentes. Giudy trata de animarme. Me dice que aguante, que aguante hasta Cogne. Lo intento, mientras los espacios abiertos de las montañas dan paso a espesos bosques. Jonas ahora es poco más que un punto brillante en lo alto de la montaña que sube rápidamente hacia el siguiente paso.
No como desde hace 30 kilómetros, pero me aferro a la persecución de muchos objetivos pequeños. Tengo que aguantar hasta ese paso allá arriba, a 3 300 metros. Es toda una lucha arrastrar mis piernas cansadas hacia la cima. Una tortura insoportable. Pero después de una dura subida, siempre queda el placer de la bajada, mi terreno favorito, aquí es donde tengo que intentar forzar el ritmo para acortar la distancia que me separa de Jonas. Estoy agotado, pero mi instinto competitivo me empuja y me impulsa a alcanzar ese punto brillante. Bajando al valle, me parece verlo cada vez más cerca. De alguna manera, mi cuerpo está lleno de una nueva forma de energía. Sé que es solo el efecto placebo, pero sigo tratando de forzar el ritmo. Paso a paso, la luz se vuelve más y más intensa. Ahora veo una silueta... en el Refugio Sella estamos uno al lado del otro. El desafío sigue abierto. Juntos descendemos hacia Cogne. «Estaba seguro de que te recuperarías y me alcanzarías», me confiesa entre un suspiro y otro. Le miro y sonrío con orgullo, pero por dentro estoy agotado. Esa persecución me ha costado demasiado, ahora estoy al límite.
En la base de vida de Cogne encuentro a Giudy mirándome con los ojos llenos de preocupación. Sin perder tiempo, me estiro en una tumbona. Literalmente me dejo caer. Mi cuerpo me dice ¡basta! Cierro los ojos y me derrumbo, exhausto. Cuando me recupero, tratan de darme algo de comer, pero tengo ganas de vomitar con solo ver la comida. No he comido ni he bebido en 50 kilómetros. Jonas se ha ido otra vez, pero ahora no pienso en desafiarlo. Estamos jugando a dos juegos diferentes. Tengo que pensar en mi cuerpo para recuperar mi energía. Empiezo de nuevo a un ritmo muy lento. «Tarde o temprano pasará», me repito sarcásticamente mientras arrastro mis pies hacia el Col Window. De repente, me encuentro tirado en el suelo, llorando como un niño pequeño. Siento una desesperación insoportable, pero una vez más empiezo de nuevo. Ahora asciendo lentamente, casi a cuatro patas. Ya no es una carrera, ahora es una lucha contra mí mismo.
Paso el collado y llego al Refugio Miserin cuando sale el sol. Hace ya 100 kilómetros que no como ni bebo. Mi cuerpo no aguanta más, pero mi cabeza parece estar todavía divirtiéndose. Quiero conseguir el reto y sigo buscándolo en un contraste de emociones que, desde fuera, deben hacerme parecer un loco. Ahora, el objetivo es Donnas. Intento perder poco tiempo en los puntos de avituallamiento y dosificar la energía de un Calippo, lo único que he conseguido comer. Paso el Refugio Coda, recibido por los gritos de aliento de la gente que ha venido desde Biella para animarme, y entro en mi valle. Siento una sacudida que me pone la piel de gallina. Estoy muy motivado, quiero llegar a la meta. Tengo una nueva sonrisa en mi rostro, la crisis ha pasado. Jonas tiene una ventaja de 51 minutos, pero estoy volviendo a la normalidad.
CAPÍTULO 3
Después de dejar el Refugio Coda, soy una persona nueva. Arriba y abajo por las continuas subidas y bajadas a lo largo de la frontera entre el Valle d'Aosta y el Piemonte. Tengo un nuevo ritmo y, por fin, me estoy divirtiendo. Ahora, Jonas tiene una diferencia de unos 40 minutos, pero cuando llego al Refugio Barma son 35. A este ritmo, pronto debería poder alcanzarlo.
Los aficionados que están en el recorrido me miran incrédulos mientras corro sin pararme. Siento que podría aumentar más el ritmo, pero prefiero no exagerar. Ya tengo 200 kilómetros en las piernas, mejor no excederme. En los últimos años, la Tor me ha enseñado que hay que usar bien la cabeza y no dejarse llevar por la euforia.
lego a Niel y encuentro un ambiente de fiesta increíble. Me dicen que Jonás se acaba de ir, ahora la distancia entre nosotros es menor. Pero todavía me tomo mi tiempo. Por fin, puedo comer algo sólido. Giudy también parece renacer, la preocupación ya ha desaparecido de sus ojos, dando paso a un sentimiento de alegría y entusiasmo que nos une. Al entrar en Gressoney me encuentro con mi amigo Chicco Pellegrino que tiene buenas noticias: «¡Jonas está a tan solo 5 minutos!».
Acelero el paso y llego a la base de vida, donde me encuentro con la mirada de mi rival. «Sabía que llegarías», dice con una sonrisa cansada. Partimos de nuevo y nos estudiamos, amigos y enemigos en el sendero. Durante 100 kilómetros nadie se rinde. Él aprieta en las subidas, yo recupero tiempo en las bajadas. Sin paradas para dormir, ni para descansar, sin signos de fatiga. ¡Por fin, la batalla deportiva con la que tantas veces he soñado! A medida que pasan los kilómetros, me doy cuenta de que tengo a mi lado un adversario especial: correcto, humilde, fuerte y atlético. Es un desafío estimulante mientras nos estudiamos sin decir una palabra.
Giudy me susurra al oído «estamos a 2 minutos de conseguir el récord de la carrera» y esto me provoca una sensación muy fuerte: ¡tengo que conseguirlo! Durante los últimos años he intentado batir el récord varias veces, pero nunca lo he conseguido. ¿Es esta la oportunidad, a pesar de todos los problemas vividos en esta carrera? Cerca del Col Champillon quiero intentar alejarme de Jonas. Quiero apretar fuerte y darlo todo hasta el final. Le hago la pregunta que me estaba guardando desde hacía tiempo: «¿Vamos a terminar juntos o peleamos por ello?». Su respuesta es exactamente la que esperaba: ¡batalla!
Abandonamos el Refugio Champillon a un ritmo tan frenético que apenas podemos recuperar el aliento. Él va en cabeza, yo voy justo detrás. Me pregunto cuánto tiempo podemos mantener este ritmo. Luego, lo inesperado. «¡Ve! Estás más fuerte. Bate el récord». Jonas se rinde. «No puedo ir más rápido». Ahora sé lo que tengo que hacer. Atacar. Crear una distancia tal que no pueda recuperar.
Empiezo a correr como un loco, sin mirar atrás hasta que llego al valle de Menouve. Tengo una ventaja de 20 minutos, pero todavía no estoy satisfecho. Con la cabeza baja, el único sonido que oigo es el de mi respiración hasta que llego a la base de vida de Saint Rhemy. Ahora, mis pensamientos se proyectan hacia un único objetivo: el récord. Los últimos 30 kilómetros son increíbles. Me muevo a una velocidad que nunca podía haber imaginado después de 300 kilómetros. Me siento bien y me da la sensación de no tener todos estos kilómetros en mis piernas. Bajo el diluvio, llego a Malatrà. Me detengo solamente el tiempo para una foto, luego sigo. Siento la lluvia sobre mi chaqueta, las piernas están bien, el suelo resbaladizo. Por superstición, no miro el reloj, pero sigo dándolo todo hasta llegar a las calles de Courmayeur. Solo aquí bajo la mirada y compruebo la hora.
Son las 4:43 de la madrugada y Courmayeur está todavía durmiendo profundamente cuando paro el cronómetro. 66 horas, 43 minutos y 57 segundos, el nuevo récord de la Tor. Tumbado en el suelo, lloro y río a la vez, mientras las gotas de la lluvia mojan suavemente mi rostro. Mi corazón se acelera. Estoy temblando por la adrenalina. No puedo describirlo. No soy capaz.