Siempre me han impresionado los dólmenes de roca que aparecen a los pies del Monte Migogn, entre los grandes alerces y los verdes prados de Laste. Eso indicaba que todavía era pequeña, mis padres no se cansaban de contarme las leyendas de estos mágicos lugares y se las hacía repetir tantas veces que por la noche soñaba que escalaba estas rocas lisas en busca del tesoro de la leyenda.

Todavía no caminaba cuando ascendí por primera vez, a hombros de mi padre, hasta el vivac Pian di Stelle, y cuando crecí seguía queriendo subir allá arriba, al vivac de los duendes.

Me gustaba subir la vía ferrata que conducía a esa singular construcción, pero miraba sorprendida aquellas “cosas” brillantes que veía en medio de las placas; me impresionaba pensar que fuera posible ascender esos espejos de roca solo con las manos y los pies.
Muchos años después regresé sobre estas rocas con cuerdas, cintas exprés y pies de gato. Las pequeñas placas brillantes las llamaba entonces por su nombre y esas rocas ya no me parecían tan lisas, empezaba a ver pequeñas arrugas y minúsculos anclajes.
Cada vez que escalo estas paredes, es como una magia, afloran recuerdos de cuando era niña, la leyenda del tesoro del castillo, la esperanza de encontrarlo... y cada vez que llego a la reunión es como si, tocando la cadena, encontrase un tesoro. Nunca habría imaginado poder ascender estos espejos de roca y todavía menos emocionarme cuando, regresando al aparcamiento, veo la Grande Civetta iluminada.

Escalar aquí significa absorber la magia de estos lugares y espero que cada uno encuentre con discreción, entre esas rocas, el propio tesoro y que, por la noche, antes de descender hasta el valle, pueda llenarse los ojos y el corazón con la puesta de sol más hermosa del mundo en un banco de Ronch.